23 ago 2011

Un domingo, un atardecer


El sonido de una guitarra española al oido, el aroma de agua salada a distancia, los rayos de puesta de sol en sus brazos y el penetrante sabor de un buen vino tinto le permitían cerrar sus ojos por tan solo unos segundos.

Esta combinación soñada, este manjar perfecto que solo podía pertenecerle a los Dioses podía únicamente acariciar de lejos el vacío una vez ocupado por sí mismo a plenitud. Unos segundos de aparente tranquilidad, un parpadeo para esquivar las horas despiertas.

¿De qué sirve un majestuoso afrodisíaco apoderándose de un cuerpo solitario un domingo por la tarde?

Una música que solo mueve el alma al compás de la melodía a otros brazos en los cuales reposar, un horizonte que debe verse en compañía para no perdernos en las profundidades de nuestra propia mortalidad, un calor que no calienta si no roza con otro que a su vez requiera calor, un sabor que solo permanece si se comparte de labio a labio.

Hay ciertas cosas que compartir, hay ciertas personas a quienes extrañar.
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